viernes, 1 de abril de 2016

"La Niña"


     A cinco kilómetros del río Bermejo, en la argentina provincia de Salta, está ubicada la antigua  ciudad de "Embarcación" y en "Villa Amanda", lujosa residencia de uno de sus barrios selectos, había lugar de sobra no sólo para una sala de exposición de óleos que producía la señora de la casa. También para un gran taller de carpintería donde su amado Pedro Testa despuntaba el vicio de ebanista cuando no andaba en sus andanzas de cazador de jabalíes ya que bien podía alardear  de envidiable puntería no sólo para derribar animales; también mujeres y adversarios políticos. El siempre andaba detrás de algún cargo público que le permitiera llevar aquélla... su gran vida.
   En la comedia hogareña de "Villa Amanda", de marzo a diciembre, tenía discretas participaciones "La Niña" que no era otra que la hija mayor del administrador de una  finca cercana. En cuando comenzaban las clases, la primogénita de los Rossi ya era confiada a esos amigos ricos de "Embarcación" que se encargaban de la educación de la nena con tantísimo esmero que no sólo recibía lecciones de piano; también contaba con caballete y delantal propios para jugar a ser pintora mientras Amanda inundaba de luz sus paisajes en las tardes de otoño, sus preferidas para estropear pinceles. Los fines de semana La Niña era requerida por sus tíos, de las afueras, donde se la veía feliz no sólo correteando con sus primos  sino, además, yendo y viniendo al almacén de la esquina  porque en aquella casa, donde sobraba amor, siempre faltaba algo (por no decir casi todo).
   Turista habitual, en todas partes, la pequeña huésped de los Testa ya conocía las dos caras de la moneda  en lo referente a la riqueza  y a la pobreza. En sus habituales paseos dominicales del centro a las orillas de la ciudad, ella era observadora involuntaria de dos mundos opuestos  donde a nadie se le ocurría tender puentes que hicieran posible algún tipo de comunicación menos traumática que la habitual. Desde el polvo de sus zapatitos negros de charol hasta una que otra novedad en el vocabulario, servían para remarcar diferencias siempre salpicadas de mala fe puesto que tanto el rico como el pobre son endiabladamente humanos. Nada santa, La Niña vivía preguntando "¿Qué tiene?"...Nada. Qué iba a "tener"... hasta que descubrió el  significado de esa palabra, el día menos pensado, al comprender que tener lo mismo que los afortunados era lo ideal.
   Sucedió una tarde cuando jugar  en la vereda no le pareció tan bueno como de costumbre. Tres de sus amigas estrenaban zuecos ruidosos -y bonitos- en tanto que La Niña se sintió inexistente al no hacerse sentir cuando corría. Le dio tanto miedo ser invisible, o al menos no estar tan presente como los zapatos de sus amigas, que de improviso decidió abandonar el juego y se sentó calladita en el umbral de "Villa Amanda". Inesperada espectadora, hubiera podido pasar por   cansada, triste o hambrienta, tal vez, pero Pedro Testa, sabiendo tanto de mujeres, qué no iba a conocer los matices del eterno femenino así que comprendió muy bien a la pichona  de ala herida y en el acto decidió tomar cartas en el asunto. Sin dar parte a nadie, como de costumbre, en menos que canta un gallo ya estuvo  eligiendo el más vistoso de los cinturones elásticos de su  señora y, también sin ser advertido, pasó por el cuarto de la nena porque necesitaba tener un zapato como referente del tamaño de sus pies. Con las manos llenas de cosas mal habidas, se encerró en su cuarto propio con la idea de encontrar tachuelas de colores y un buen trozo de cedro colorado.
   Pedro Testa Maurín era dichoso. Iba a sorprender  nada menos que a una futura mujer con sus ocultas habilidades de zapatero prodigioso. Lo que nunca había hecho por una dama estaba a punto de hacerlo por la hija de su mejor amigo. ¿Acaso no era sensacional?.
   Al día siguiente La Niña fue invitada al taller no bien regresó de la escuela. Se encontró con Don Pedro encendiendo su pipa con una chispa recién aparecida en sus ojos de zorro viejo. Ella, que a menudo descubría esos destellos y hasta jugaba a decodificarlos, en el acto comprendió que se trataba de una linda sorpresa.
   -Tengo algo para usted- Lo escuchó decir.
   Presidiendo el chiquitaje guardado debajo de la mesa de carpintero, estaban los zuecos colorados esperando una lagrimita de emoción que los bautizara y así fue. Era la primerísima vez que un hombre que no era su padre la halagaba de semejante manera. En aquel ambiente de complicidad oloroso  a tabaco y viruta de madera, no esperó un instante más para acomodarse en el regazo de su mago personal pedaleando con los zuecos con tanta energía que uno voló por el aire. Lo recuperó en un periquete y luego de simular unos pasos   de  algo así como un  "Carnavalito", para el autor de su alegría, salió taconeando sin siquiera darle las gracias porque de pronto fue  requerida por la segunda faceta de su femineidad: había que desfilar; había que hacer ruido para demostrar, a sus ocho años, que una hembra que se precie necesita pisar fuerte. Se le escapaba, pobre niña, que tal privilegio era dudoso porque  apenas llegaría a perdurar lo que lograra resistir un par de zuecos rojos fabricado, graciosamente, por un hombre. Pasados los años, La Niña completó el aprendizaje al comprender que para pisar firme no hace falta calzado ni obsequio alguno. Lo que se requiere es tener peso específico es decir, ser muy hombre o mucha mujer.