viernes, 9 de octubre de 2015

¿Creer para ver?

  






 Un adelanto de: "El Señor de Sumalao"







   Cerca de las tres de la tarde, cuando la sombra de su casa ya iba por la mitad, Estefanía vio aparecer por el camino nuevo nada menos a la mismísima virgen María. Le costó convencerse de que aquello no era un espejismo y  que esa aparición se encaminaba hacia ella pero, en cuanto la vio avanzar decidida la niña terminó con la tranquilidad de la siesta sagrada:
   -¡Vengan! ¡Viene una virgencita! 
   Todos dieron un brinco y, lo más extraño, salieron en tropel a recibirla con la mayor naturalidad. Epifanía estaba al tanto de las amistades importantes de sus padres pero nunca había imaginado que tales relaciones llegaran hasta el cielo.
   La visitante sonreía como todos los mortales, parecía sedienta y al caer rendida en el primer sillón de mimbre que encontró, en la galería grande, agradeció el vaso de agua con una extraña manera de arrastrar las eres y las eses.
   - En el cielo deben hablar así- se dijo Estefanía y como nadie reparaba en Ella, aprovechó para salir en busca de Florico. Con total seguridad Él iba a sacarla de dudas por muy ocupado que se encontrara en el desensilladero.
   -¿También sos amigo de la Virgen?
   -No es una virgen -tonta- es una Hermana
   Ahí sí que la terminó de componer porque recibir la visita de la madre de Jesús, retratada en las estampitas de su mesa de luz y representada en las imágenes de toda la casa, y que así como así terminara siendo hermana de una... ya era el colmo.
   -Vamos. Vamos -se molestó el chango.- ¿se puede saber qué diablos estás haciendo aquí? 
   Sin dudas Florico no tenía respuestas para Ella así que siguió en carrera hasta la casa de Mercedes (a unos doscientos metros).
   -Tenemos una hermana que es una virgencita bien bonita. ¿La quieres ver?
   Cuando la Monja Celestina -toda de blanco y ya algo recuperada de la insolación- descubrió a las nenas, espiándola, desde luego preguntó por ellas.
   -Son mi hija y mi ahijada. Acérquense a saludar a la Hermana- Ordenó Churita.
   -Hola hermana- Dijo Mercedes con gran desparpajo acostumbrada a que le aparecieran hermanos como por arte de magia y además, porque esa virgen le pareció una persona digna de confianza...
   Epifanía apenas si pudo hacer algo así como sonreír ya que no: no podía ser su hermana aquella visión del camino por mucho pellejo y huesos que tuviera. Estaba bien que la hija de los Valdés fuera su hermana del corazón pero aquella especie de señora caída del cielo, a la hora de las lagartijas, no podía tener ningún parentesco con Ella. Mirándola bien, era una mujer vulgar y silvestre si bien...¿por qué se vestiría de virgen? La nena, en su desconcierto, la observaba sin abrir la boca y preguntándose de qué color sería su pelo (si acaso lo tenía). Aquella tela tan dura alrededor de su cuello debía incomodarla enormemente para masticar en el supuesto caso de que la madre de Dios necesitara comer algo o que en el cielo hiciera falta alimentarse.
   Acorde con la modalidad del siglo pasado, y sobre todo en el campo, los bajitos debían limitarse a responder aquello que los mayores preguntaban: nombre, edad, grado, cuántos dientes entregados a los ratones... y si las niñas fueron absueltas de semejante interrogatorio, imbécil, fue porque ya tenían siete años si bien, por esa razón, la hija de la dueña de casa se atrevió a lo inimaginable:
   -Señora. ¿Usted es mi hermana?
   -No es una señora- La avergonzaron varias voces al unísono.
  -Estas chicas, Hermana, son capaces de enloquecerla. Sucede que nos visitan muchos sacerdotes pero, Ellas nunca vieron a una religiosa- Explicó la señora Maurín acalorada.   
   -Qué pureza -mi Dios- Estas nenas son dos "rotas" (por rosas). Nosotras, hijitas, dijo la Hermana Celestina dirigiéndose a las niñas: ya conversaremos largo y tendido pero, ¿qué les parece si antes conversamos con el Señor de Sumalao?
   Eran las cuatro de la tarde de un martes muy parecido a un domingo puesto que, en cuanto la visita fue descubierta dirigiéndose a la Capilla, nadie quiso quedar afuera salvo el dueño de casa y su ayudante que, locos de contentos con la excusa de salir en busca de los misioneros varados a tres kilómetros de "Las Cantoras", se las tomaron inmediatamente. Si la Monja había porfiado por ser  Ella quien saliera en busca de ayuda fue nada más que por ofrecerle una flor, o  un sacrifico, a la virgen porque su fe era tan grande como contagiosa y tanto que, aquella misma noche, después de rezar con mamá.
   -"Con Dios me acuesto. Con Dios me levanto. Que la Virgen me cubra con su divino manto..."  Epifanía dio una primicia mundial:
   -Cuando sea grande, yo también voy a casarme con Dios.