sábado, 4 de abril de 2015

"Marías y Magdalenas"




   Fueron doce varones los discípulos del fundador del cristianismo y quién sabe si el maestro Jesús pudo haber sospechado que serían las mujeres quienes expadirían y conservarían su luz en occidente donde los hombres se entregaron a la nueva fe por influencia de sus madres, esposas o hermanas. Allá por el 313 Flavia Helena, la madre del emperador Constantino convirtió a su marido Constancio Cloro a la naciente religión cristiana y gracias a Ella el cristianismo se transformó en religión oficial del imperio romano. En el 403, Clodoveo, el rey de los  franceses sálicos de la Galia Romana que más tarde sería lo que es hoy Francia, se casó con Clotilde que lo llevó a la doctrina  de Jesús así como la reina Gisella -hermana de Enrique de Baviera- una vez casada con  San Esteban de Hungría, fue la responsable de la conversión de sus súbditos a la fe pregonada por "el Hombre de Galilea". Fueron las damas quienes lograron la transformación religiosa de los reyes bárbaros como antes lo habían hecho con los emperadores romanos. Amaury de Riencourt en su libro "La Mujer y el Poder en la Historia", de la editorial venezolana "Monte Ávila", explica que cuando el Papa Gregorio VII tuvo su famoso choque con Enrique IV, gobernante del sacro imperio romano, fue Matilda -duquesa de Toscana- quien lo refugió en su castillo de Canosa cuando se temía una agresión armada de Enrique. No conforme con esa asistencia, la buena Matilda decidió legar sus dominios al Papado para asegurarle autonomía económica y, desde luego, estabilidad política. Más tarde, cuando al Papa le tocó defenderse del emperador alemán, buscó ayuda en Francia -se instaló en Aviñón- y otra vez una señora lo asistió para liberarlo de sesenta y ocho años de "cautividad babilónica" del protectorado francés puesto que Catalina de Siena convenció  y ayudó al Papa Gregorio XI para que reinstalara en Roma la Santa Sede donde tendría verdadera independencia hasta nuestros días.
   En general las mujeres de alto rango, y los miembros femeninos de las casas imperiales, se convertían con frecuencia al Cristianismo y solían involucrar a sus hombres en la nueva fe. Puesto que las damas eran el elemento principal de su creciente éxito, el Cristianismo les hizo algunos favores promoviendo mayor respeto como madres y la seguridad económica mediante la conversión del matrimonio en sacramento. El más grande obsequio cristiano para la condición de la mujer consistió  en la exaltación de lo femenino reinstalando la idea del nacimiento virginal proveniente del paleolítico cuando los hombres no se consideraban incluidos en la maternidad por creer que a las hembras las embarazaba una entidad espiritual, la luna o algo así.Todo el simbolismo acumulado a lo largo de los siglos ayudó a renovar la creencia en la madre virgen que dio vida real a una divinidad. A diferencia de lo que sucedía en Asia Menor con los simulacros de Osiris y Attis, periódicamente crucificados en un árbol y resucitados según antiguos ritos de fecundidad, Jesús de Nazareth fue un personaje real "porque el verbo se hizo carne". Este técnica subliminal fue precisamente lo que permitió que el culto a María, "la Mariolatría", fuera el mecanismo perfecto para atraer -y conservar- a las mujeres dentro del Cristianismo que siempre necesitó de sus donaciones después de tanto ayudarlas en sus afanes por heredar.
   Durante siglos Ellas incrementaron la riqueza de lo que  es actualmente el Vaticano  además de mantener a Ellos a la sombra de la Iglesia Romana. Los hombres casi siempre estuvieron en Misa y se casaron de acuerdo al rito católico  arrastrados por sus mujeres que, afanadas en tantas cosas, no advirtieron que a la madre del Hijo de Dios la fueron transformando en la madre del mismísimo Creador porque ¿acaso el Padre no era "uno y trino"?  En el año 451, Concilio Ecuménico de Calcedonia, los cristianos ortodoxos declararon que la Virgen María era Theotokos es decir, la Madre de Dios. Si bien este ascenso de María pudo haber sido mejor explotado por el costado femenino de la cristiandad, no fue así. La mujer cristiana se conformó con algo de respeto (no el suficiente), con un poco de protección económica y una mísera educación sin que se le reconocieran méritos para acceder a la autoridad clerical. No reclamó cargos eclesiásticos o,mejor dicho, ni siquiera que le lavaran los pies en la ceremonia pascual del jueves santo -hasta el Papa Francisco I-. Desde luego, dio algunos manotazos de ahogada como cuando abandonó a más de uno que esperaba conservarla como esclava, hasta que la muerte los separara, o como cuando tiró la mantilla para entrar en el templo. Los hechos cuentan que entonces, ya con la marías en la perisferia, los popes de la Iglesia Romana tuvieron que pensar en hacer buenos negocios con sus pares más opulentos del orbe para poder mantener la riqueza de la Santa Sede y sucedió lo inevitable: poco a poco la mujer dejó de sentirse representada por una institución que la ignoró toda la vida a menos que la recordaran para mandarla a pedir limosna durante la Misa, o para renovar el agua de los floreros de los altares. Si bien actualmente no sólo pasa la bolsa -porque le permiten hacer nuevas pequeñas tareas- cada vez con más énfasis las marías fueron haciéndose notar, como seres pensantes y ejecutivos, hasta que muchas de ellas terminaron por no aceptar despropósitos tales como el hecho de que a Madre Teresa de Calcuta le costara tantísimo ser aceptada dentro del catolicismo oficial siguiendo, como seguía, las enseñanzas de Jesús. Madre Teresa, otra vez una mujer, fue la propagandista cristiana más grande del siglo XX y debiera agradecérsele la expansión actual de la Santa Sede en África. Esa grandiosa madre moderna ya no está; muchas otras siguen sus pasos en la soledad más absoluta y son millones las que continúan alejadas de la fé católica desde que se despabilaron si bien no del todo porque, hablando con franqueza, pudieron haber presentado más batallas y no lo hicieron sin advertir que así como la ausencia de la mujer en el hogar terminó con la familia biológica, su alejamiento de una fe determinada implica muy corta vida para la institución que la pregona.
   El maestro Jesús, en nuestra época, ya sin la presión varonizada de sus días, probablemente se encontraría en mejores condiciones para elegir representantes. Hay un runrun de que María Magdalena fue su discípula dilecta pero, de cualquier manera, hubo demasiada ausencia femenina en los albores de la religión cristiana. Tal vez el maestro amaba a las mujeres mucho más de lo que se cree y, por tal motivo, al no elegirlas como seguidoras oficiales haya querido preservarlas de los martirios que debieron soportar los primeros apóstoles. Él, como ser evolucionado, hacía gala de un gran femenino cuando enseñaba el amor y la caridad; cuando lloró en Getsemaní; cuando perdonaba a la pecadora o disfrutaba de largas charlas con María de Betania mientras Marta "se afanaba en tantas cosas". Hoy, entre tantos Judas, los pescadores de almas ya no son tales; los pastores de su rebaño son los mismos que Él echó del templo; Poncio Pilatos sigue haciendo su tarea de lavarse las manos religiosamente pero las Marías y las Magdalenas -nada distraídas por cierto- ahora sí, con total seguridad, podrán ofrecer al instaurador del cristianismo el mejor de los servicios a su causa.