sábado, 28 de marzo de 2015

"Adiós Mensajero Adiós"


     Grande o pequeño, sabiendo o sin saber, el ser humano es esencialmente un explorador. Entre quienes buscan sabiduría no son pocos los andariegos del mundo invisible al que se puede acceder por los caminos del corazón. Se llamen como se llamen son personas de gran porte espiritual -aunque no sean religiosas- y esta característica las anima a transmitir lo poco o mucho que puedan conocer acerca de esas leyes cósmicas que, no estando escritas en ninguna parte, son de cumplimiento obligatorio porque nada en el universo se puede hacer, o dejar de hacer, sin su consentimiento. Con frecuencia se las conoce como "leyes de la vida" y no son compatibles con legislación humana alguna porque estas leyes superiores -si bien nos involucran como almas vivientes-  parecieran estar promulgadas en consideración al conjunto de lo existente (dentro, fuera, cerca y lejos de nosotros).
    En la medida que se trata de patrones universales no es lógico pretender que sean de aplicación barrial si consideramos a nuestro planeta como un distrito insignificante entre tantos probables universos. Cada país, cada cultura,  y cada época, tienen las normas jurídicas y religiosas que fue configurando con mucho trabajo para concretar una convivencia más fácil entre los humanos que no nos caracterizamos por ser demasiado recomendables. Desde luego que en nuestro mundo ninguna legislación es inocente, como tampoco lo son sus destinatarios, de modo que toda ley es tan perfectible como aquellos que la promulgan (qué novedad) con el agregado de que es inútil reemplazarla por una disposición cósmica puesto que nosotros, los "juncos pensantes" de Pascal, estaríamos lejos de interpretarla y a años-luz de poder cumplirla.
   Hay una ley del cielo que debiera se tratada con mucha consideración: es la ley del karma. Enseñar que un niño fue asesinado por su madre porque el pobre le debía el haberla  asesinado en otra vida, por ejemplo, es declarar impunidad al crimen y el crimen debe ser sancionado para protegernos, como especie, de caer en nuestras propias garras porque hace falta imprimir en la mente colectiva la inconveniencia social de la ferocidad (o de tantas otras características humanas despreciables)
   La vapuleada ley de causa y efecto no sólo debe remitirse a vidas pasadas; además debería ser cuidadosamente considerada en la actualidad de cada ser humano porque en el presente también se saldan deudas incluso cada día lo cual es una regia oportunidad para ofrecer y recibir compensaciones. La del karma es una ley de oro convertida en nada cuando, sin ir más lejos, frente a un mendigo pensamos tranquilamente que ese ser está aprendiendo una lección sin aprender nosotros, de ese precioso instante, la ley del servicio, la comprensión y la misericordia. Las lecciones de vida son todas colectivas por muy individuales que parezcan: "mi" enfermedad tiene efecto en la empresa en la cual trabajo,  en una obra social determinada, en mi familia, en mi círculo de amigos, en el dueño de la casa que alquilo y, si es contagiosa, puede afectar al país donde resido y así hasta el infinito. Junto al aprendizaje existencial del otro está mi propio aprendizaje y, ya que estamos, las leyes de la vida son de aplicación automática en el momento más oportuno según ella lo considere. Las leyes del cielo son manejadas por él. Las leyes de la tierra son nuestra directa responsabilidad que no es poca y, por lo mismo, es pertinente separar los tantos. Si en lo personal somos tan responsables arriba como abajo -en público como en privado- en lo social somos arquitectos de todos los destinos.
   La auténtica comprensión de la leyes cósmicas nos vuelve doblemente responsables del conocimiento que merecimos alcanzar y enseñarlas no es dar un seminario; es vivir conforme al discurso que habitualmente ofrecemos o es dejar que las actitudes hablen por nosotros. Ser un maestro de la vida es caminar por ella alumbrando sólo por alumbrar y no hablando por hablar. Con toda seguridad hay muchas personas que necesitan  nuestras palabras pero, contradiciendo a Charles Boudelaire, cuidado: no nos emborrachemos con ellas o terminaremos haciendo el ridículo de defender lo indefendible  o apoyando lo absurdo.
   Quien comprende medianamente las leyes del universo no es un elegido ni se crea un privilegiado; es nada más que alguien que ha vivido con mucha atención y la consecuencia de tener los ojos bien abiertos es estar provisto de especiales herramientas para su evolución personal y colectiva. Ese instrumental le permite analizar con menos margen de error cualquier legislación humana en el caso de necesitar cuestionarla, modificarla o reemplazarla por otra de mejor factura. El crecimiento interior, además, le ofrece suficiente piolín para elevarse en esta vida con más soltura que otros... pero, al mismo tiempo, le demanda ser exquisitamente humano por estar menos expuesto a caídas fatales como aquellos que no cuentan con buena luz en su camino. Si alguna vez un hermano mayor, en su afán por compartir lo que sabe, olvida en qué dimensión está parado, o no sabe administrar sus pensamientos y, mucho menos sus ambiciones, automáticamente el cielo se encarga de ponerlo fuera de servicio y...¡adiós mensajero adiós!.