sábado, 7 de marzo de 2015

"La Primera Vez"

   

    Estaba todo tan bien en su perfecto lugar, y daban tantas ganas de profanar tanta perfección con un disparate, que no por otra causa decidí hacer mi primera torta. Contaba entonces con la complicidad de mi adolescencia para convertirme al instante en una señorona de delantal a cuadros que recibía instrucciones de un  libro gordo para cumplirlas -ceremoniosamente- como tratándose de un místico ritual: primero una operación, después la otra ... hasta que el menjunje fue a parar al infierno avivado por mí con leña del monte.
    De cualquier manera no faltaba más que esperar pero, como nunca se dice no cuando catorce años nos vienen a buscar, me fui con ellos a billones de años-luz de la cocina tratando, tal vez, de buscar algún adorno espacial que, en el supuesto caso de haberlo encontrado, hubiera tenido que ocultárselo a mi vanidad porque mi primera torta se hizo carbón en el infierno en tanto que yo vagaba -como loca- por mi primavera recién nacida. Mi gran compañera, la fantasía, me ha seguido hasta acá por todas partes con el tácito acuerdo de sacarme a flote después de cada uno de esos naufragios innumerables a los que suelo prestarme gustosa. Y si no reniego de semejante negociado es porque nada se ha hecho sin ella primero y sin afanes después. Me gusta encontrarla en el trabajo o en cualquier tipo de servicio que uno sea capaz de ofrecer y, francamente, cuántas veces la extraño en el quehacer de mis hermanas, las mujeres.
    Siendo muy chica me enseñaron a ser esta mujer que no sólo cuando escribe se embarca en la fantasía. Contaba con siete abriles cuando ya sabía poblar nuestra mesa con diminutos "barquitos de mouse de naranja" que, al decir de mi padre, se veían muy vistosos con tanta espuma del "mar de las gacelas" del cual tuve noticias, veinte años después, al enterarme de su probable antigua ubicación donde hoy se extiende el desierto del Sahara. El copete de merengue -batido por mamá- resultó estar emparentado con algo tan desconocido para mí como era el mar.
    Aquellas experiencias culinarias de mi niñez no despertaron ninguna de esas vocaciones que aún tomaban como propias las mujeres de mediados del siglo veinte porque yo pasaba más tiempo haciendo garabatos en el escritorio de mi padre que en cualquier otro lugar si bien el destinado a la preparación de alimentos lucía sagrado por lo que tenía que ver con el fuego, seguramente, y porque era terreno de los mayores. Hoy la cocina sigue luciendo misteriosa porque en su perímetro hay una brisa de intenciones, expectativas, errores, ensayos, triunfos y fracasos -mínimos o espectaculares- que no trascienden al quedar tan bien guardados dentro del "secreto profesional" que, en realidad, es un secreto de identidad desde que no hay dos seres de idénticas vibraciones por muy clonados que pudieran estar.
    ¿Qué tendrán que ver las vibraciones con los alimentos preparados o sin preparar? La energía tiene que ver con todo y la de cada persona afecta lo que toca (y alrededores) razón por la cual es correcto decir que hay tantas recetas culinarias como personas poniéndolas en práctica. La técnica o el modo de sembrar, cultivar, fabricar o preparar -lo que sea- es una cuestión de energía desde que el ser humano en todo lo que hace "pone lo suyo" que para unos será "un sello" y, para otros, buenas o malas ondas. Esta realidad es tempranamente advertida por quienes preparan alimentos  puesto que la receta más perfecta terminará en un fracaso si hay mal talante o si no hay cabeza en su debido lugar como fue el caso de la mía en mi debut como repostera.
    Cuando me inicié -con delantal ajeno- en ese gran acto de amor que es alimentar, el cerebro, la panza y los sueños incluidos, eran días de beatitud en mi vida porque el juicio de valor aún no estaba implementado en mi programación personal es decir: yo estaba simplemente receptiva y en aquel estado, al que ahora en la madurez me cuesta tanto regresar toda vez que lo necesito, nunca escuché en boca de ninguna mujer el concepto de cocinar como actividad denigrante, o siquiera desdeñable, si bien se protestaba cuando no había quien lavara los platos lo cual es tema para otra historia.
    Desde luego, se puede presumir que la cocina tendría bien ganado el nombre de "laboratorio de la muerte" por culpa de tan pésimas mixturas que se pueden ensayar en sus instalaciones. Yo destacaría los milagros que se logran con casi nada si se conoce el arte de combinar los sabores y el tiempo. Agregaría, además, que es preferible ni acercarse al imperio de las hornallas si es que no se puede contar con uno que otro reflejo de esas mínimas transmutaciones  que provienen de la alegría de hacer las cosas con la inocencia, con la vanidad, con las mismas expectativas... incluyendo, por qué no, el frenesí de la primera vez.